Mientras uno se ocultaba y desaparecía bajo mis pies, a su lado emergía uno contrario, pidiéndome que me quede un poco más. No me entretuvo tanto. Su velocidad tímida aproximándose a destino, junto a mi visión obstruida por rejas decoradas por basura incrustada por caminantes previos, impedían que la escena cargara algún ritmo que acelere mi corazón.
Recuerdo, sin embargo, la emoción intensa que coloreó mi pasaje por este puente numerosas veces, alguna vez. La adjudico a la niñez y al encanto inherente que todo toma cuando es aún nuevo. La emoción de saber que tan cerca mío pasaba algo potente, masivo e importante, y que aunque yo no lo podía ver estaba ahí. Lo oía y lo sentía bajo mis pies, el ritmo parecía más rápido, el suceso más imponente. Si mi madre tenia energía, ganas y poco apuro, me levantaba en sus brazos y me permitía asomarme. Era impresionante y especial.
Ahora camino en silencio, oídos libres y alertas, y el familiar ruido detiene mis pasos sin llegar a pensarlo. Me vuelvo hacia la vía e inclino levemente las rodillas en un humilde intento de imitar mi previa estatura. Intento como por instinto revivir esa emoción. Como si fuera dependiente de la altura de mis ojos y el sonido de un tren que no puedo ver, como si la experiencia fuera imitable y reproducible, en vez de algo arraigado a una época transitoria y ya despedida.
Pienso ahora en lo absurda que puede ser la escena para quien me vea agachándome así, y pienso en lo molesto que es el envoltorio enganchado en la reja habiendo un tacho de basura a tres metros. Revivir el pasado es misión futil, y taladrarme esta lección en la cabeza lo es aún más. Condenada a seguir aprendiendolo, dando lo mágico por sentado hasta que mi cinismo lo desgaste, llenando de polvo lo que alguna vez brilló y creyendo que con soplarlo en ocasión alcanza para devolver su destello. Igual me gusta la idea de que alguien me haya visto agacharme así, que me piense tan ridícula como me creo yo. Que el humor que atraviesa mi búsqueda de magia sea un tipo de magia en sí.