Las miradas son sombrías y la luz fría. En la recepción nuestros cuerpos se sientan pesados y los rostros se retuercen sutilmente, expresiones de quienes saben que quieren y deben llorar pero ya no encuentran la energía. Detrás de la puerta descansa ella, destapada, y los arreglos de flores que enmarcan su posición en la habitación permean el aire invadiendo el espacio, las paredes, el cuerpo.

Nunca había visto un cadáver. Hacía mucho no veía a mi abuela. Evité las visitas al hospital, me mantuve ocupada desaprobando materias y aprendiendo a fumar. Me pregunto a menudo si mis instintos evitativos deberían darme vergüenza, si la edad justifica inmadurez cuando de muerte se trata. Me despierta en la madrugada la noticia de que ya no quedan visitas al hospital para evitar. Estoy todavía muy dormida para llorar, pero recibo la información esperada como un golpe cuya advertencia no amortigua su poder.

Cruzo la puerta de su anteúltimo lugar de reposo y me invade el aroma de las flores. Intensas y violentas, parecen burlar la situación. Me tengo que parar en puntillas para ver su rostro y pienso que a ella no le gustaría ser vista así. Siempre coqueta, vinchas y perfumes en su cartera, sus joyas fieles a su lado en la cama en que la recuerdo exclusivamente postrada. No sabía que los muertos se hinchaban tanto. Ni sabía que la muerte huele a flores.

Por mucho tiempo pensé que las flores no tenían olor. Que no era más que un mito, o un legado histórico de una característica que el tiempo había desgastado. Que el movimiento instintivo de llevarla hasta mi nariz no tenía más función que la de gesto heredado.

Pero agrupadas, como todo, concentran mayor poder. Y esa sala blanca, fría y muerta solo hallaba vida plena en esos formales arreglos. Las figuras que rodean el ataúd sentimos nuestra vida hoy un poco más pequeña, más vacía. Veo por primera vez a mi abuelo llorar, y tembloroso intenta inclinarse para dar un último beso. La altura y posición del ataúd parecen impedirlo. La sala sigue pareciendome cruel.

Las flores son mi decoración predilecta. Como barista caracterizaron todos mis cafés. Sin pensarlo mis muñecas ejecutaban su familiar movimiento, vertía la leche en zigzag hasta el borde de la taza y regresaba por el centro para delinear el tallo. Evidencia mi preferencia la colección de imágenes en mi galería que nace como intento de registrar avance en técnica y termina pintando un jardín digital de desayunos.

Mi mamá me enseñó a hacer flores con servilletas. No necesito más que dos trozos de papel para ocupar mis manos inquietas y traer a existencia algo que simula vida y belleza, nacido de nada y representando esfuerzo e intención. En las horas lentas de trabajo mis dedos obraban casi inconscientes y repartían las flores entre mis compañeras, o las insertaban en esquinas disponibles para decorar el local hasta que algún encargado se hartaba y las tiraba.

Nacen entre grietas, visiones de colores que desafían el gris urbano. Se asoman entre las rejas desde los jardines, como queriendo conocer algo más que su destino limitado por una propiedad privada y las macetas que venden en la esquina. Decoran mis orejas en forma de aritos, mi cuerpo en la tela de mis vestidos, los bordes de mis hojas en garabatos improvisados.

Cruzo puestos de flores cada digna cantidad de cuadras. Los kioscos ocupan la calle y diversifican su oferta vendiendo sahumerios y velas. Queman lavanda artificial y envuelve mis pasos el humo con aroma a fortuna, dinero y amor. A veces, cuando se dedican exclusivamente a su negocio original, sus arreglos perfectamente balanceados forman un arcoíris de colores listos para convertirse en gestos, ofrendas, regalos y honores. Mi paso apresurado entonces es interrumpido por olor a muerte.

Tan potente es la memoria olfativa, imponiendo visiones fugaces e invasivas de un cuerpo frío y del hombre que tembloroso lo despide. La calle huele a fin, a pérdida, a la pena contenida en las paredes del cruel cuarto que un año después, casi a la fecha, contendría el cuerpo de mi abuelo.

Descubro ese año que la muerte también achica. Lo veo delgado, pequeño, quiero creer en paz. Finalmente reunido con quien pasó un pesado y agobiante año esperando volver a ver. Veo llorar a mi papá por primera vez. El cuarto sigue oliendo a flores. Creo que odio los ramos. Las prefiero individuales, de papel, o de café.