Decoran la mesa de madera manteles de papel con dibujos de la ciudad, una botella de vino en sus últimos suspiros y las tres copas que sirvió. El aire se nutre de charlas animadas, ruidos de vajilla y la serenata tanguera que recorre el bar extendiendo el sombrero, no dejando escapar una sola nota entre sus agradecimientos y sonrisas. Nuestra mesa y nuestras copas oyen nuestros males de salud, dinero y amor, e inevitablemente la conversación se torna agria. La botella se renueva y parecen invadir la velada nociones de diablos y castigos. ¿Por dónde entró tal maldición?

En esta mesa nadie cree. Crecimos en nación católica, hogar del papa. Portamos por años uniformes de colegios que imponían catequesis, versos y castigos. Tomamos la comunión, nos hicimos trencitas tirantes y posamos delicada la hostia en nuestras lenguas. Confesamos pecados que aún no lo eran, y en algún momento descubrimos que nuestras mentes podían creer en más posibilidades que las que se nos recitaron. No seguimos ninguna religión, nos creemos independientes y desligados. Pero observo nuestros hombros caídos, oigo nuestras palabras pesadas y arrepentimientos mucho más grandes que los que nuestra edad permite, y solo pienso que podés sacar al chico del colegio católico, pero nunca al colegio católico del chico.

Será que nunca dejamos de sentir y adjudicarnos culpa porque de ella nos hacemos valer. No sabemos hablar de pasados errores y sus fantasmas sin remitirnos al peso de la cruz que cargar. Pero si sabes que nadie revisa tus manos buscando astillas, ¿a quién le debes pruebas de tu virtud? Entendemos como símbolo de nuestra decencia nuestra disposición a sufrir. ¿Cargamos aún el antiguo ideal de sufrir en vida para ganar entrada a un mejor lugar? Si no podemos ni imaginar tal mejor lugar. ¿Imaginás cura para tu neurosis actual? ¿Crees que mereces curarla? Esa culpa y peso que sentís por desconfiar, ¿se va a curar si revisás sus mensajes? Esa culpa que sentís por revisar sus mensajes, ¿se va a curar si lo hablás honestamente? Esa culpa que sentís por hacerle cargar con el peso de tus emociones, ¿se va a curar si te las tragás? ¿no te duele ya la espalda? ¿no podés descansar?

Pedimos perdón igual, en exceso y por instinto, por hablar demasiado y no hablar suficiente. Nos martirizamos y arrepentimos y castigamos y damos vueltas, y ningún consuelo apaga. Serán la sangre en nuestras copas y la panera terminada que nos inspiran a bajar la cabeza y pedir absolución en forma de comprensión y amistad.