No se piensa en el mensaje no recibido, ausencia ruidosa que se anuncia importante a primera hora de la mañana y última hora de la noche. No se piensa tampoco en esos posibles futuros, material de entusiasmo cuando la esperanza parece amiga, ni en momentos que pasaron y nunca podrían volver a pasar por diseño, por ley natural y por errores humanos. Errores o decisiones, decisiones que pueden no ser errores pero atormentan como tales, aunque dicen que el tiempo cura todo, define todo, puede todo.
Pero el tiempo pasa lento, excepto cuando hay que anotar la fecha y se toma una pausa para recordar si va un 1 o un 2, y desde cuándo. Pasa lento al anticiparlo, porque así graciosa es la vida. Cuando querés que el momento te abrace y sostenga en paz perpetua, en pausa sostenida que desafía a quienes corren por los costados, entonces eso no se puede y el tiempo pasa rápido, con urgencia incluso. Y se mide en cada día, cambio de turno, comida planeada e improvisada, ciclo de lavado que te deja vistiendo rechazos, cada instancia de guardar algo para ocasión especial que nunca llega. Cada decisión se siente fatal y lenta y profunda, y la espera hasta ese otro tiempo que promete cura y éxito se hace eterna. El tiempo no se siente rápido, pero llega seguro, y en el medio siempre se piensa. Excepto en el mar.
En el mar las únicas preocupaciones son la próxima ola, su altura y potencia. El roce de algo desconocido que seguramente sea algún tipo de plástico. Ocasionalmente voltearse y escanear el panorama revisando la distancia que la corriente te invitó a viajar casi sin sentirlo, confirmando si la ubicación es aún correcta. Es todavía visible la chica haciendo trenzas y la bandera roja escrita en marcador que marca su puesto. Detrás de ella marco dos referentes, por las dudas. A su derecha la familia donde la rubia de pelo corto y bronceado bicolor dijo a su hijo “dejá de ser estúpido”, activando una clase de angustia que tiñe mi descanso y mi memoria. A su izquierda la pareja jubilada, el hombre despliega el diario en su regazo bajo la sombrilla mientras la mujer baña su piel roja en aceite y descansa los ojos, porque no le teme al sol ni a las arrugas, a ambos los conoce y su voluntad es aún más fuerte.
Las olas llegan seguras, como el tiempo, y solo se piensa en calcular perfectamente el salto o la sumergida. Las olas, cuando alcanzan, son el perfecto recurso para acelerar el avance gradual. En el primer ingreso el agua parece aún muy fría y hostil, hasta que las primeras olas saludan y salpican hasta la rodilla, permitiendo que la piel hasta ese punto se aclimate. Cuando salpican y pintan hasta las caderas ya es seguro avanzar hasta tal punto, y esos choques parecen brutales pero son bienvenidos, porque ahora haciendo pie el agua llega hasta el pecho, y no se puede pensar en más que eso. Dignamente sumergida, parte de otro mundo y otra forma de existir, de sentir, no se piensa en más que las olas y los saltos y la corriente. Se está presente, plena e indiscutiblemente presente.
Si fuese sirena sería más feliz, pensé a los ocho, y nunca nada demostró lo contrario. En el agua no siento peso ni lo pienso, lo rechazo y me siento flotar boca arriba y ante puro cielo, pleno azul que domina mi mundo, colorea mi sangre y pensamientos, se siente fresco y nuevo y necesario. Cruza el azul despejado un avión que lleva detrás una bandera publicitaria, su leyenda ilegible sin mis anteojos. El sentido de la vista pasa a plano secundario, ahora nada puede importar más que el mar. Verde, frío, sucio y amigo. Creo firmemente que el mar es amigo.
El oído anticipa una nueva ola y me volteo permitiendo que me empuje hacia abajo, contengo la respiración y creo que no la necesito. Cuando la corriente hace de mi cabello un nido, doblo la espalda hacia atrás y sumerjo la cabeza para emerger con ilusión de cabello recto y ordenado. La realidad puede esperar hasta el verdadero intento de peinado. Una sirena se puede peinar hasta con tenedor, en el bolso aguardan el peine de plástico del bazar y los anteojos. Junto a éstos se encuentran dos libros, delgados ambos, y si distribuyera bien la atención durante el tiempo de playa es probable que hasta los termine en una tarde.
Pero en tierra no encuentro posición cómoda y con avanzar diez páginas me contento. Mientras el sol hace un seguro trabajo de calcinación sobre mi piel abandono misión de lectura y me entrego al pensamiento nuevamente, y mejor ni tocar el teléfono para buscar ese mensaje ni pensar en posibles futuros que no aguardan en mi regreso. Mejor estar presente, donde el sol quema y temo que el bloqueador no bloquee, que el tiempo revele una serie de manchas rojas como la bandera de las trenzas, manchas que delinean formato de malla y aplicación incorrecta. El tiempo dirá y revelará mucho, ofrecerá decisiones y errores, y voy a pensar en todos y cada uno de ellos mientras sueño con volver al mar. Ahí no se piensa en eso.