Mi cuadro favorito lo pinta el torrente de otoño. Veredas salpicadas de ámbar y caoba, la lluvia de hojas un baile al viento que decora la mañana. En su caída exigen mi atención con sus piruetas, delicadas se postran a mis pies. Al primer paso un crujido, música como cruda metáfora. Algo se quiebra, pero mejor bajo que mis pies que bajo mi pecho.

Se desata la lluvia de la tarde. El cielo se sacude y libera tensiones, yo me doblo sobre mí misma como si el propio abrazo y profundo suspiro devolvieran el calor. Pantalones acampanados se tiñen más oscuro y elegir los zapatos equivocados me tiene patinando, jugando al equilibrio, demasiado cómico mi paso para sentirme tan solemne.

En la calle juegos de paraguas, hongos con patas avanzan veloces, esquivan andamios y otros paraguas. Brazos como ascensores se elevan y se evaden para evitar los choques. Se conforma un nuevo tránsito, más hostil la vereda que la calle. Reclamamos los techitos que podemos, se acumulan calor y cansancio en improvisados refugios bajo toldos y balcones.

Creo construír un nuevo tipo de odio hacia quienes tiene paraguas y se cantan el techo igual. Caminan lento y despreocupados, su doble protección me obliga a exponerme a los elementos y por favor señora piense en los demás. Que su privilegio no la nuble, no ve que ando vulnerable.

Y tan rápido como llega se despide (¿o es un hasta luego? ¿puedo lavar la ropa?). Observo escalones y zaguanes, mármoles negros integran las hojas que en ellos reposan y parece un cuadro barnizado, su destello a lo lejos un juego de colores y elementos que me obligan a perdonar. En cuanto llegue a casa y finalice mi odisea, me atreveré a declarar que me encanta la lluvia.