Agosto hace presencia, y ocupa su lugar en el calendario ofreciendo calor poco relevante pero bien recibido. Las calles se pintan con la diversidad característica de un clima sorpresa, mezcla heterogénea de quienes se sobre-abrigaron con rutina en mente y ahora cargan sus camperas en brazos con buzos arremangados, caminando junto a los de manga corta y campera atada a la cintura. Más arriesgados creo los que salen en short, a quienes me nace calificar de entusiastas, considerando que mi propia ropa de verano está demasiado enterrada entre abrigos y otras prendas de mayor urgencia como para ser un recurso disponible frente a un clima sorpresa. Y hoy creo que estamos todos más felices de lo que esperábamos estar. Se siente en el aire que huele a primavera, engaño emocional cuyos efectos caerán con la lluvia pendiente.

Me despierto temprano y alerta, descansada y preparada, todas cosas que no acostumbro combinar. Indicando un día prometedor, con un café me activo y atravieso la ciudad. Mates con la abuela, tele con el abuelo. La pantalla declara Viernes con V de Verano, acompañamos cámaras y reporteros que exploran una Buenos Aires que parece más agradable que la de ayer, aunque se trate de un delirio temporal. “¿Qué tiene que tener un buen picnic?” pregunta una reportera a una chica sentada en el césped, rodeada de amigas y botellas de jugo. Enumerando con los dedos responde “optimismo, buena onda, ganas de tomar sol, sanguchito”.

Vuelvo a mi casa hacia las cinco con una visión idealizada de cómo quiero aprovechar esta tarde prometedora con P de Primavera. Decidida a realizarla llevo mi computadora al balcón, limpiando el polvo de la mesa y sillas tiempo atrás abandonadas, acompañada en todo momento del proceso por un viento que acaricia y evita que el calor resulte agobiante, y por mi gata que tuvo la misma idea (salir, no limpiar). Me preparo el té que me gusta, del que ya queda poco y cuyo precio averigüé hoy (la respuesta no gustó tanto). Lo mezclo con una cucharada de la miel que compré hace poco en un acto de confianza ciega que resultó exitoso, y selecciono mi taza favorita, la que perteneció a mis abuelos y cuyo simple diseño tricolor satisface alguna necesidad estética que no se explicar. Solo me gusta. Ahora todo me gusta.

La playlist que selecciono la elijo al azar de una cuenta que aparece repentinamente en el feed y cuyo origen no me molesto en averiguar. Solo espero que las sorpresas se acumulen y mantengan su carácter positivo. Y efectivamente cumple, las canciones acompañan y entienden mi contexto, y yo creo entender el suyo, comunicación sana y completa con música a la que pienso voy a volver. Mi gata se sube a mi regazo, confirmando que el clima y espacio se prestan a la compañía, y no hay de que quejarme. La imagen está pintada, la fantasía realizada y las condiciones ideales. Así es como me quiero ver escribir. Así es como me veo. Así quiero escribir.

Pero miro documentos en blanco y solo los quiero limpiar más. Abro mis textos incompletos, trabajos en progreso constante y eterno, y creo saber menos de lo que alguna vez supe. De repente el ángulo se siente incorrecto, ¿puede ser que la mesa esté muy alta?, y ahora me duelen las manos y no se si mi tendinitis está despertando o la invoqué yo, somatizando y justificando mi inhibición, el famoso bloqueo creativo el cual vivo más como un estado constante que como una etapa temporal. No tengo nada claro. Aunque el contexto parece perfecto, el clima es lindo, el balcón está limpio, tengo una gata y un té y una compu, de pronto no tengo nada que decir. Y tengo 5% de batería, y la canción que me gustaba se terminó y la que sigue me gusta menos, y una vez que decida saltarla se desvirtúa todo. Es ideal creer que un día así puede despertar algo en mí, alguna capacidad de creación que solo estaba hibernando, a la espera de suficiente sol y de condiciones adecuadas para florecer. Es ideal y es fácil. También es fácil renunciar, lo que va a ser difícil va a ser mover a la gata.